Ciudadanos del cielo

Autor:  Padre Eusebio Gómez Navarro OCD

 

                    

Un enfermo anciano tenía por costumbre tener una silla vacía al lado de su cama. Pensaba que en ella se encontraba Jesús sentado. Un día se lo encontraron muerto, con la cabeza apoyada en la silla vacía que tenía siempre a la cabecera de la cama.

 

La vida acaba con la muerte, dicen algunos, aunque para los creyentes en  Cristo, la vida no termina, se transforma en una nueva y verdadera vida. Por el paso de la muerte la vida es enraizada definitivamente.

            Con la muerte acaba todo lo que se tiene en esta vida: proyectos, bienes, futuro. Cuando visita la muerte a un ser querido, se  nos desgarra el alma y siempre nos llega como un ladrón, por sorpresa y sin sentido. Son en esos momentos cuando cruzan por nuestra cabeza toda una serie de preguntas: ¿Qué sentido tiene todo? ¿A dónde va a parar tanto esfuerzo realizado? ¿Por qué a nosotros?

            El creyente, igual que confió en el Padre durante su vida, igualmente sigue confiando a la hora de la muerte. Con Jesús puede repetir: ”En tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46), acogiéndose al mismo Señor de la vida que resucitó a Jesús. En la misma muerte el creyente proclama su fe en la vida.

            El Dios de Jesús es no es un Dios de muertos, sino de vivos. Quien ha creído en el Dios de la vida, no puede morir. El que cree en Jesús tendrá vida. Quien bebe de él y come del pan verdadero tendrá vida y encontrará la fortaleza para vencer la muerte (Jn 6,51).  Es en el momento de la muerte cuando el creyente renueva su fe en la vida y se debe comprometer a vivir y defender la vida, luchando contra todas las formas de muerte. “Aprendan, hermanos míos, que no deben morir” (L.Bloy). El cristiano tiene que ser un amante de la vida. Dios quiere que tengamos vida abundante. Cristo ha entregado su vida para que nosotros vivamos.

            La resurrección de Cristo es el triunfo de la Vida sobre todas las muertes. No se nace para morir, sino para vivir. “No temas, soy yo el Primero y el último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos” (Ap.1, 18). No temas, pues Él es la Vida. “Sí, por nosotros él se hizo Día... La vejez había arrojado al ser humano en la muerte, pero él los ha constituido en el vigor de hoy” (S. Maximiliano de Turín).

            Algunas culturas africanas entierran a los difuntos orientados hacia el oriente, lugar por donde nace el sol, movidos por la creencia de que la muerte es como la noche, pasajera, tras la cual hay un nuevo amanecer; así como el sol nace y muere cada día, así ocurrirá con esas personas.

            En los cementerios católicos del Mediterráneo hay un árbol característico: el ciprés. Es esbelto y apunta al cielo. Es un símbolo que indica a los vivos hacia dónde tienen que mirar.

            Estamos viviendo en tiendas de campaña. Somos extranjeros, cuidándonos del cielo.  Sabemos que los gozos de esta vida son una aproximación de lo que vendrá después. Todo lo bueno y hermoso que aquí soñamos, lo tendremos allá transfigurado. Pero,  muchas personas piensan que el pensar en la muerte les va a amargar la vida y el miedo a “la hermana muerte” no les deja vivir en paz. Es cierto lo que afirma E. From: ”Morir es tremendo. Pero la idea de tener que morir sin haber vivido es insoportable”. Por eso, para aprender a morir bien, hay que saber vivir mejor.

            No todo termina con la muerte. Con ella empieza la verdadera Vida.